
PUENTES - PONTYDD
Nunca tuve facilidad para los idiomas. Era como si una barrera invisible se interpusiera entre mí y las palabras que intentaba pronunciar. Una mezcla de vergüenza y parálisis me envolvía cada vez que presenciaba charlas en otro idioma o, simplemente, cuando un extranjero se acercaba a preguntarme algo tan sencillo como: "¿Dónde está el banco?" (en inglés, por supuesto). En esos momentos, mi mente se nublaba, mi voz temblaba y el miedo a equivocarme me paralizaba por completo. Era como si el mundo se detuviera, y yo, en medio de ese silencio incómodo, me sintiera más pequeño que nunca.
Pero ahora, al recordarlo, no puedo evitar sonreír. Porque sé que detrás de esa inseguridad había un deseo profundo de conectar, de entender y de ser entendido. Y tal vez, solo tal vez, esa lucha silenciosa fue el primer paso hacia algo más grande: la valentía de intentarlo, de romper esa barrera, de abrirme al mundo.
Con el idioma galés, sin embargo, no me ocurrió lo mismo. Hubo algo en él que me atrapó desde el principio, como si sus sonidos antiguos y melódicos resonaran en algún lugar profundo de mí. Tal vez fue su musicalidad, su historia, o simplemente la curiosidad de adentrarme en algo completamente distinto. Lo cierto es que, por primera vez, sentí que quería aprender un idioma no por obligación, sino por deseo. Hablarlo bien, o al menos dignamente, se convirtió en un sueño.
Pero, como adulto, el tiempo ya no es ese aliado infinito que teníamos de jóvenes. Sentarse a estudiar de manera autodidacta se convierte en un desafío, en una lucha contra el reloj y las responsabilidades. Aun así, antes de viajar a Gales, junto a mi profesora Virginia, logré avanzar bastante. Ella me llevó al borde del idioma, a ese punto en el que ya no podías mirar hacia atrás y tenías que saltar, confiando en que las palabras te sostendrían. Y durante el viaje, lo hice: salté. Hablé, me equivoqué, me reí y, sobre todo, me conecté.
Sin embargo, de regreso a Argentina, esa vieja parálisis ha vuelto a asomarse. Es como si el miedo a olvidar, a no ser suficiente, se colara de nuevo en mi mente. Pero esta vez tengo un arma secreta: mi mejor manera de vencer esos miedos como estudiante inicial de este idioma es usar lo que he aprendido y, con la ayuda de mi profesora, construir textos y cantarlos. Sí, cantarlos. Porque la música tiene ese poder mágico de romper barreras, de hacer que las palabras fluyan sin temor.
Pensaba en puentes. Los puentes conectan, unen lo que está separado, y se construyen con paciencia y esfuerzo. Así decidí que mi mejor manera de conectar con el idioma galés sería construir mi propio puente, ladrillo a ladrillo, palabra a palabra, canción a canción. Porque, al final, no se trata solo de aprender un idioma, sino de tender un puente hacia otra cultura, hacia otra forma de ver el mundo, y, sobre todo, hacia mí mismo.





